miércoles, 7 de mayo de 2014

Tenemos Poder dentro de Nosotros II (La Sangre)


"Han llegado ya la salvación y el poder y el reino de nuestro Dios; 
Ha llegado ya la autoridad de su Cristo
Porque ha sido expulsado el acusador de nuestros hermanos, 
El que los acusaba día y noche delante de nuestro Dios. 
Ellos lo han vencido por medio de la sangre del Cordero"
Ap 12:10-11 NVI


La Sangre


La Sangre derramada por Cristo en la cruz, es el elemento que nos limpia y nos hace presentarnos puros ante Dios, como si no hubiésemos cometido pecado. Ésta es la condición sin la cual no podemos iniciar una comunión con Dios: Libres de Pecado.

La ley de Moisés (el Primer Pacto) “exige que casi todo sea purificado con sangre, pues sin derramamiento de sangre no hay perdón (He 9:22 NVI).

La Ley mosaica contemplaba ritos para purificación, en los cuales debía intervenir el sacrificio de animales puros, sin manchas ni defectos, cuya sangre sería usada para limpiar a los israelitas del pecado, porque “la vida de toda criatura está en la sangre”...y “la propiciación (acción agradable a Dios, con que se le mueve a piedad y misericordia) se hace por medio de la sangre” (Lv17:11 NVI). 

Por medio de la sangre de animales, los israelitas no sólo expiaban sus pecados, también se purificaban de las enfermedades, santificaban los lugares, las personas, los bienes, etc., y los ritos se hacían permanentemente.


La Muerte no Tiene Poder Sobre los Hijos de Dios


Cuando Dios liberó a Israel de la esclavitud en Egipto, la última plaga que envió contra los opresores fue la muerte de los primogénitos, y la señal por la cual los israelitas evitaban ser tocados por el ángel de la muerte, era la sangre de un cordero sin defecto, que debía ser rociada en los dinteles de las casas (Ex 12:7,12-13).

Pues bien, la casa somos cada uno de nosotros, que nacemos condenados a muerte por el pecado de Adán, nuestro padre terrenal. Por tanto, así como los israelitas debieron pintar el dintel de sus puertas para que la muerte no los tocase, cada uno de nosotros, por fe, debe ser rociado con la sangre que Cristo derramó en la cruz, a fin de que, habiendo sido limpiados de nuestro pecado, la muerte no tenga poder sobre nosotros cuando el día del Señor venga.


El Día de la Expiación


La Ley mandaba que sólo el Sumo Sacerdote podía ingresar al lugar Santísimo del tabernáculo, una vez al año, con el fin de ofrecer sacrificio de un animal, cuya sangre, primero, era rociada para purificación de sus propios pecados y luego por los pecados del pueblo.

Habiéndose cumplido los tiempos, nuestro Soberano Dios envió a su Hijo para ser ofrecido en sacrificio una sola vez para quitar los pecados de muchos de una vez y para siempre (He 9:28 ). Habiendo sido perfecta propiciación a favor de nosotros, Cristo entró como nuestro Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec (ya no de Aarón) en el Lugar Santísimo, (que es el cielo), pero "no lo hizo con sangre de machos cabríos y becerros, (como se hacía en el antiguo pacto), sino con su propia sangre, logrando así un rescate eterno" (He 9:12 NVI). Así fue cómo Jesús abrió el camino hacia el reino de los cielos a todo el que cree en Él. En su muerte, morimos también nosotros, los que creemos, y en su resurrección, nosotros también volvimos a nacer, pero del espíritu, convirtiéndonos así en ciudadanos del Reino de Dios.

La sangre derramada en la cruz por Jesús fue la derrota de Satanás. Si el diablo hubiese sabido que Jesús iba a ser el Cordero cuya sangre reconciliaría a Dios con la humanidad, jamás lo hubiese matado. Ese era el gran misterio que Dios ocultó en las antiguas Escrituras, y que se describía en las ceremonias expiatorias que Israel debía celebrar periódicamente, de las cuales nos dio entendimiento después de la resurrección de Su Hijo, por medio de los apóstoles (1Co 2:7-9). 

Dicho en pocas palabras: el Plan que Dios había ideado desde la eternidad era expiar con la sangre del Hijo del Hombre, que fue obediente hasta la muerte, el pecado que mantenía esclavizada a toda la humanidad, y así preparar un pueblo santo, que por fe nace del Espíritu, que reinará en la tierra, junto a su Soberano Dios, cuando este mundo caído sea destruido. 








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